lunes, 5 de diciembre de 2011

Cuentos para no dormir

Érase una vez un reino acristalado, cuyas altas torres reflejaban el frenético ritmo de los carruajes que por las vías asfaltadas transitaban. En esa ciudad sin nombre, donde siempre llovía, nació una princesa de sangre plebeya. La princesa pronto abandonó su pequeño cuerpo infantil para mudarse a las curvas de la edad adulta. Tal era su belleza que, por ella, los príncipes en rana se convertían. En consecuencia, la envidia de las mujeres de la corte acabó por desterrarla. La princesa huyó, corrió entre las feroces torres del reino, se escondió tras el humo de los carruajes y abandonó todo cuanto poseía. En su terrible huida, sus pies perdieron los pequeños zapatitos que la protegían del frío invernal que lentamente iba adormeciendo a la ciudad, mas quiso la suerte o, por ende, el destino, que uno de esos preciosos zapatos cayera en manos de un militante de la Guardia Real. El soldado, prendado por la sensualidad de aquél tacón, la buscó sin cesar, desde la muerte del alba hasta el fin del anochecer. En su mente cobraba vida la imagen de la princesa con tal nitidez que en ocasiones, fruto de los delirios oníricos que le atacaban en el terror de la noche, conversaba con ella sobre las banalidades de ése mundo que día tras día iba apagándose.

Fueron muchos los años que la princesa atravesó corriendo, sin mover un sólo músculo de su entumecido cuerpo. Durante su eterno exilio quemó todos los cuentos y todas las fábulas que encontraba a su paso, segura de que así abriría los ojos a aquellos que serían el futuro de la ciudad. Su mirada ausente, perdida en el fluir del fuego que prendía sus viejas esperanzas, se sobresaltó cuando frente a ella apareció un noble caballero, que tras una lánguida sonrisa, escondía un zapatito que ella de inmediato reconoció. Bajo un manto de polvo se camuflaban las condecoraciones de ese traje negro, roído por el uso o, más bien, por el desuso, pues el soldado lo había abandonado todo para encontrar a la mujer que tenía frente a él. Como una estrella fugaz, el miedo a perder lo que tantos años llevaba buscando, atravesó el hueco izquierdo de su pecho. Las palabras colmadas de amor que tantas veces había ensayado para regalárselas a la joven, se transformaron en insultos, en blasfemias dirigidas a la larga espera a la que se había visto obligado a enfrentarse. La locura de aquél soldado envejecido se hizo tan fuerte que desplegó sus cadenas para atar a la bella princesa, mas las apretó con tanta fuerza alrededor de su suave cuello, que antes de que pudiera entenderlo, el cuerpo de la princesa se desmayó y su alma se perdió entre las sombras de una vida que jamás le perteneció.


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