miércoles, 29 de enero de 2014

Desde Roma con Amor - XIV

El día 31 de Diciembre llegó con prisas, sin avisar y casi de improvisto, aunque no me pilló del todo por sorpresa, pues ya tenía casi todo preparado para que los acontecimientos siguieran el rumbo que les había planificado. Después de más de dos meses de agobiante búsqueda de locales, por fin mis amigos y yo habíamos dado con uno que nos convencía. Aún así, sentía sobre mis hombros todo el peso de unas grandes expectativas que se habían visto forzadas a pelearse con los invitados, el dueño del local, las cuentas del dinero recaudado e incluso el alcohol comprado. A ello había que sumarle, además, la presencia de Izan y todos sus amigos en la fiesta, lo que me presionaba aún más, si cabe, para que todo saliese bien y se llevaran una buena impresión.

Vestida, maquillada y con los tacones en el bolso, tras haber cenado con mi familia y haberme atragantado con las uvas, volví a toda prisa a mi barrio, donde había quedado con mis amigos para ir todos juntos al local. Creí que nunca llegaríamos, debido al insufrible atasco que había en pleno centro de Madrid, pero al final lo conseguimos, no sin hacer esperar a la gente para darles las entradas y dejarles pasar. Una vez dentro, recuerdo que lo primero que hice, tras saludar a algunos amigos y conocidos, fue pegarme a la barra del bar con el fin de pedir una relajante copa que me hiciera olvidarme del estrés y la tensión. No recuerdo cuántas copas me tomé ni lo que hice la más de la mitad de la noche, pero sí me quedé con la sensación de haber hecho un buen trabajo y, lo que es mejor, haber podido compartirlo con la mitad de mi vida. Al acabar la fiesta, Izan y yo nos despedimos de nuestros amigos y volvimos juntos a casa, para pasar el comienzo del nuevo año juntos, a la espera de que eso ayudara a nuestra suerte. Tan a gusto estábamos al despertar, que nos olvidamos por completo de la comida de año nuevo y dedicamos la primera mañana del 2013 a besarnos, acariciarnos y amarnos. 

martes, 28 de enero de 2014

sombras de vida

Todo lo que he vivido y lo que me queda por vivir se ha grabado a fuego en mi memoria y en mi piel. Son demasiados recuerdos para describirlos en tres palabras, pero leyendo entre líneas se puede ver que no sólo están escondidos en los trazos de cada letra, sino en hasta el último centímetro de mi piel. Son las sonrisas que se me han escapado, las carcajadas a las tantas de la madrugada, los susurros descuidados, los abrazos constantes, millones y millones de fotografías, escapadas de fin de semana, tonterías por doquier, pisadas borradas por la lluvia. Horas y horas de vida compartidas, regaladas y disfrutadas como si fuera nuestro último día en la tierra.  Y ahora que ha llegado ese día me pregunto si de verdad se ha acabado o si esto no ha hecho más que empezar. Sea cual sea la respuesta, será siempre un recuerdo imborrable.

lunes, 27 de enero de 2014

Desde Roma con Amor - XIII

Del otoño pasamos al invierno en un suspiro helado que dibujó un halo de vaho pálido, débil, apenas perceptible, pero helado y latente. Al volver de París, Izan me aseguró que nuestro aniversario no se había acabado, que no había motivos aún por terminar de celebrar los fantásticos doce meses que habíamos pasado juntos. Así que, pasado un mes, cuando realmente cumplimos doce meses de amor inolvidables, me sacó de casa con una gran sonrisa de oreja a oreja y me llevó de paseo por Madrid, recorriendo los mismos lugares en los que habíamos deambulado un año antes, en un intento desesperado por conocernos el uno al otro. Así es como acabamos de nuevo en Colors. Una cachimba y un par de cócteles nos acompañaron durante un buen rato, mientras nos dejábamos llevar por una mezcla entre los recuerdos y el presente. Nos sentíamos tan bien en aquél pequeño rincón que no nos habríamos movido de ahí en toda la noche si no fuese porque Izan me tenía reservado algo más fuera de aquél lugar. 

Atravesamos con paso distraído la calle del Arenal, dejando a nuestras espaldas Opera y nos adentramos en Sol. Octubre recibía aún muchos visitantes, tanto locales como extranjeros, pese a que el frío ya podía sentirse más vívidamente. Unos cuantos pasos más adelante alcanzamos La Risueña, donde disfrutamos de cinco botellines de burbujitas doradas cayendo en picado por nuestras gargantas. Mis ojos, a cada trago más achispados, no podían dejar de mirar los suaves labios de Izan, humedecidos por la cerveza con la que estábamos brindando. El bullicio del bar camuflaba nuestros deseos, susurrados al oído con mucha delicadeza para esconderlos de los vecinos distraídos. Cuando dimos el último trago, nos alejamos tranquilamente del ruido de los botellines chocando en el aire y subimos por Huertas, de camino hacia Sevilla.

Sin darme cuenta, me encontré frente a un restaurante totalmente desconocido para mí, en pleno corazón de Madrid, rodeado por unas cuantas mesas y sillas de una terraza desierta y gobernada por una serie de luces y focos de distintas tonalidades e intensidades, jugando con las sombras del interior y los colores de las paredes. Nos sentamos en una mesita al lado de un gran cristal que nos dejaba cotillear los andares de los caminantes, a la espera de que el camarero nos atendiera. A los pocos minutos, nos encontramos brindando con un par de copas de champagne a la suave luz de una vela, degustando una fondue de queso y una ensalada. Devorábamos la comida como más tarde nos devoraríamos el uno al otro. Una copa de tinto para él, vino blanco para mí, y un par de chuletones para cada uno pusieron fin a esa magnífica cena a la que me había invitado el amor de mi vida.  Salimos del restaurante abrazados, tan cariñosos como de costumbre, pero no sabría decir si estábamos embriagados de amor o del suave alcohol que habíamos degustado durante toda la tarde y parte de la noche. Lo que sí sabía era lo que vendría justo después. 

jueves, 23 de enero de 2014

Desde Roma con Amor - XII

Por desgracia, más pronto que tarde tuvimos que despedirnos del verano, pero nos adentramos cogidos de la mano en las grandes avenidas madrileñas, bañadas por un manto seco de hojas bailarinas que se movían de aquí para allá guiadas por el viento. Con el cambio de tiempo y de estación, cambiaron también nuestras ambiciones y deseos. Ambos esperábamos deseosos la llegada de nuestro aniversario, pero lo que no habríamos imaginado era que acabaríamos transformando las calles de nuestro Madrid por los grandes paseos llenos de luces de la ciudad del amor. 

Una mañana aún calurosa, me desperté con una brillante idea dando vueltas a mi cabeza, con la esperanza de encontrar un hueco por el que meterse hasta lo más profundo de ella y guiar mis pasos hasta conseguirla. Aquella mañana, me levanté de un salto de la cama y agarré con firmeza el portátil, con la esperanza de encontrar un acogedor hotel y un buen vuelo para viajar a la ciudad de las luces. 

Al día siguiente, tras haberlo consultado con Izan –muy a mi pesar, puesto que habría pagado mi peso en oro por ver su cara de sorpresa al arrastrarle de la cama por llevarle al aeropuerto- no dudamos un solo segundo en reservarlo. París, dos noches en un hotel a las afueras del tráfico y las incesantes mareas de transeúntes camuflados con turistas, en un barrio tranquilo, flanqueado por restaurantes italianos y balcones llenos de flores. Huiríamos del calor de Madrid para refugiarnos bajo los tejados parisinos.

Cuando llegó el momento de volver a casa, ninguno de los dos podíamos creer que nuestro pequeño y bucólico sueño francés se hubiese acabado. Ni los paseos por Monmatre, coronados por cientos y cientos de pequeñas luces flotantes como luciérnagas en el bosque, ni la visita a la Torre Eiffel, donde candamos nuestro amor a ese gran árbol de hierro que vigilaba la ciudad, podían haberse acabado. Recuerdos sonrientes que quedaron tallados en un sinfín de fotografías de noche y de día, se convirtieron en los testigos de un año entero de amor. Y los que nos quedaban. 

miércoles, 22 de enero de 2014

Desde Roma con Amor - XI

Entre los largos paseos por las abrasadoras calles de Madrid, los húmedos escalofríos del césped recién cortado de nuestros parques favoritos y las mañanas inagotables del verano, parecía que éste nunca iba a llegar a su fin, pero se acercaba a él inevitablemente, con paso trémulo y torcido. Sin embargo, no me importaba en absoluto, porque sabía que tras los días apilados en el calendario se escondía el gran esperado cuatro de agosto. Mi cumpleaños prometía y mucho, más aún cuando me acompañaría en él el gran amor de verano que comenzó en invierno. 

Y así llegó, de pronto, sin darme cuenta, uno de los días más bonitos de mi vida, repleto de sonrisas, caricias, abrazos, besos, mordiscos, cosquillas, arrumacos, juegos y carcajadas adornando dos bellos rostros llenos de amor el uno por el otro. Pero ese día acudieron a mí muchos más invitados. Recuerdos de unos meses intensos, vívidos, suaves como los pétalos de una flor, pero firmes y consistentes como las raíces del árbol enredado entre la tierra, como los brazos de  Izan alrededor de mi tronco. Suelen decirnos que tendemos a recordar con mayor facilidad los malos recuerdos pero, ¿qué hace nuestro cerebro cuando no los hay, cuando lo único que has vivido ha sido una historia de amor por empezar sacada de una película, de esas que jamás creíste que ibas a protagonizar? Te diré una cosa: cuando eso pasa, se dibujan dos tiernas arrugas en la comisura de los labios, marcando un amplio paréntesis que se abre cada vez que sonríes. 

Dicen que aceptamos el amor que creemos merecer, pero con Izan yo sentía que no merecía todo su amor. Y cuando desenvolví uno a uno todos los paquetes que había traído para celebrar mi cumpleaños, me hizo darme aún más cuenta de ello. Uno por uno, aquellos regalos me hincharon el pecho de felicidad. Mi sonrisa y mi piel irradiaban luz por todos los poros, al tiempo que se me erizaba el vello de todo el cuerpo. Montañas de papel de regalo esparcidas por el suelo contemplaban con recelo como desenvolvía los pequeños detalles que Izan había cuidado tanto. Cuando creí que había terminado de abrirlos todos, me pidió un pequeño favor y cerró suavemente mis ojos. Cumplí su petición con lágrimas en los ojos, escuchando atentamente mi último regalo: su canción.

domingo, 19 de enero de 2014

Desde Roma con Amor - X

Al fin llegó el verano y, con él, la deseada sensación de libertad, de paz, de calma, de tiempo. Un tiempo que sólo queríamos emplear en nosotros mismos, en cuidar el uno del otro, en querernos, jugar y aprender cosas el uno del otro sin más preocupaciones que las relativas a nuestros próximos planes. Como decía, con el verano llegó el calor y, con el calor, la playa. La playa de Trengandín, la espuma burbujeante de Noja, que se acercaba a nuestros pies reptando por la arena, serpenteando entre las rocas negras que con el vaivén de la marea describían paisajes lunares. 

Partimos desde Madrid, en autocar, los dos solos, apalancados sobre nuestros asientos. Al cabo de un rato los ojos negros se cerraron plácidamente, pero yo no pude conciliar el sueño. Me entretuve con el precioso paisaje verde, cubierto por un cielo gris neblinoso que apenas dejaba entrever las figuras del horizonte. Paramos en Burgos, para estirar las piernas y contribuir al sostenimiento del negocio de la cafetería de la estación. Un par de bocatas de tortilla después, regresamos al autobús y recorrimos unos cientos de kilómetros más. En la última parada nos esperaban sus padres y unas pequeñas vacaciones maravillosas.

Paseamos por Santander, por el puerto y comimos en una marisquería de la zona antes de partir hacia Noja. Media hora de camino después, llegamos a un pequeño pueblo típicamente turístico, frecuentado por bilbaínos. Muchos edificios de segundas residencias, dos playas y una plaza comercial. Eso es Noja, descrita a grandes rasgos. Leyéndola entre líneas pude descubrir los acantilados franqueados por una densa y verde vegetación, los bosques de secuoyas a pocos kilómetros; las rutas perdidas en la montaña y los secretos del Norte que rezumaban en la tierra siempre húmeda y mojada.

Con ellos saboreé las riquísimas anchoas de Santoña, acompañadas de queso azul y pan, o las originales tapas de la plaza central, bañadas por cañas bien frías. Hicimos cientos de excursiones, visitamos miles de sitios. Izan y yo siempre nos quedábamos rezagados por atrás, con la excusa de darle uso a la cámara. Buscábamos siempre momentos para darnos un beso o un largo abrazo en la intimidad del bosque. Y, por la noche, nos dejábamos llevar entre la suavidad de las sábanas. Nuestras noches de amor y días de sol y playa se acabaron pronto, pero aún teníamos mucho verano por delante.

jueves, 16 de enero de 2014

Desde Roma con Amor - IX

Las semanas siguientes se desenvolvieron lentamente entre horas y horas de biblioteca. Izan y yo quedábamos para ir juntos a la del Reina Sofía. A mi no me gustaba demasiado, pero tanto mis amigas como los de Izan se dejaban ver por ahí de cuando en cuando, por lo que aquella jaula franqueada por inmensas cristaleras se convertía en lugar de reunión. No me gustaban ni las hordas de gente pegando sus caras al cristal para ver lo que se cocía abajo, ni las maderas oscuras que tenían las paredes con un inevitable sentimiento de amargura y condena a muerte. 

Tras haber superado los ordinarios de junio, me enfrentaría a la primera convocatoria extraordinaria deeconomía. Una asignatura que, para más inri, me gustaba y, pese a mi sobrehumano esfuerzo durante el curso cada  lunes con los malditos test online y ejercicios prácticos, tuve la suerte de suspender en todas y cada una de las pruebas prácticas, más la traca final. Y así, ahogada entre resúmenes con centenares de folios y esquemas mentales, Izan me rescataba con su eterna sonrisa y sus bromas descabelladas para recuperar la mía. Realmente hacíamos un buen equipo, pues nos consolábamos mutuamente y nos servíamos de punto de apoyo para coger carrerilla antes de saltar el precipicio, sin saber si nuestros pies tocarían tierra o se quedarían en el intento.

Con algo de suerte y mucho esfuerzo, ambos conseguimos nuestros objetivos. Yo saqué economía con más nota de la que me esperaba y él consiguió entrar en la carrera que quería: Biología en la Universidad Autónoma de Madrid. Aunque he de reconocer que me hubiera gustado cruzar con él un par de besos furtivos por los pasillos de mi universidad y espiar sus maniobras con la Sony HDV y el trípode. Pero, quién sabe, quizá en un futuro no muy lejano nos encontremos estudiando lo mismo o realizando un proyecto común. He de reconocer que innumerables veces he fantaseado con la idea de vernos muy lejos de aquí, reportajeando otras realidades muy diferentes a las que conocemos. Él con la foto, yo con el vídeo. Aunque lo mío es escribir, la filosofía de la cámara es algo que me interesa y me da una insaciable curiosidad.


miércoles, 15 de enero de 2014

Desde Roma con Amor - VIII

Por desgracia, nuestro fin de semana se acabó pronto, como la arena de un diminuto reloj de juguete.  Nos vimos obligados de volver a la realidad, al estrés de Madrid, al tráfico incesante de personas dormidas en su vaivén rutinario. Tuvimos que retomar la mala costumbre de no despertarnos a besos sobre una blanca cama mullida. En lugar de eso, habíamos de conformarnos con vernos una vez a la semana, dos si teníamos suerte; apalancados en un banco de madera recogiendo retales del amor que íbamos desperdigando sobre las aceras sin ton ni son. Otras semanas no teníamos tanta suerte, y simplemente esperábamos ansiosos la llegada del finde, del abrazo esperado, de la caricia juguetona, de la sonrisa de siempre.

Así pasó el curso sin darnos cuenta, entre tardes de biblioteca, besos de despedida y llamadas todas o casi todas las noches. Llamadas que acariciaban el aire, con dedos que jugueteaban indecisos con el botón de colgar, haciéndonos retroceder en el tiempo y bailar con las ganas de vernos. Y los malditos exámenes, cada vez más cerca.

No obstante, hubo un día que pareció congelarse en el calendario. El esperado 20 de mayo, el día más feliz de mi vida desde que aquél par de océanos negros se cruzaron en mi camino. El día elegido para celebrar el nacimiento de la criatura más bonita del universo, del hombre que cambiaría mis días para siempre. Me gusta echar la vista atrás para recordar el brillo de sus ojos cuando vio los paquetitos envueltos en papel de regalo esparcidos por la cama de su habitación: una carta que espero aun guarde, un pendiente de coco negro, una dilatación como la que tenía en aquella foto en la que sale tan sexy, varias fotografías de los rincones más especiales de nuestra primera cita: Colors, la plaza donde me besó, la esquina donde me cogió la mano por primera vez… y, por último, algo a lo que hemos dado buen uso: una sugerente crema de chocolate blanco diseñada para hacer caricias y dibujos corporales. He de reconocer que para sacar a flote nuestras dotes artísticas en la cama habría venido mejor la de frutos del bosque o la de chocolate negro, pero nuestro gusto común por el blanco (otra cosa más de las mil y una que compartimos), me hizo decantarme por él. Qué recuerdos y qué sabores. Su piel, mi piel y, entre medias, la suave y empalagosa textura del chocolate derritiéndose por nuestras curvas.

lunes, 13 de enero de 2014

Desde Roma con Amor - VII

Tras los besos acalorados escondidos en un pequeño rincón, llegaron los abrazos eternos; las caricias traviesas, juguetonas, tranquilas; los mordiscos a altas horas de la madrugada en el cuello y el lóbulo de la oreja; los susurros nerviosos, suaves y cariñosos. Palabras llenas de vida, de amor, de pasión, tremendamente sensuales y también sexuales. Nos comíamos con la mirada mientras se devoraban nuestras lenguas. En su casa, en la mía, en el coche. Cualquier lugar era bueno si estábamos los dos juntos. Sentíamos, reíamos, vivíamos. Cada día descubríamos secretos de nuestro cuerpo, palmo a palmo, a cada segundo. Ardíamos por dentro y sudábamos sin cesar por fuera. Nos amábamos como si no hubiese mañana, como si el hoy fuese nuestra única pertenencia, nuestra perdición.

Un día, sumida en el silencio de mi habitación, pensando en él y nada más que él, quien se encontraba a kilómetros de distancia, encontré un anuncio que se llevó toda mi atención. Un gran hotel en un acogedor pueblo de Portugal. Una noche bajo las estrellas, entre algodones, sumergida en las aguas del spa y la tranquilidad del paisaje portugués espiado desde unos grandes ventanales. No me lo pensé dos veces. Le llamé, le conté lo que se me había ocurrido y escuché atenta un rotundo sí que me llenó de alegría, emoción, ilusión y un nuevo impulso. De inmediato, reservé una noche de hotel en aquel lugar de cuento, sin saber cómo llegaríamos hasta allí. Sólo sabíamos el cuándo: después de los exámenes.

Meses más tarde, por fin llegó la fecha señalada a fuego en el calendario. De Madrid a Lisboa, de Lisboa a al viaje de nuestros sueños, nuestro primer viaje. Viajamos en avión hasta el lugar más cercano al pueblecito. Sucumbí a mis nervios, que no se relajaron hasta que nos subimos al primer autobús, y luego al segundo, y más tarde, a una tartana de taxi con los asientos roídos y sin cinturones. En lo alto de la colina se erguía un majestuoso hotel de piedra blanca rodeado por listones de roble. Arquitectura moderna, rectángulos recortando el cielo, una piscina bañando el paisaje y una habitación blanca y azul, espaciosa, cómoda, preciosa. De pronto, nos sentimos atrapados en un sueño que nos llevaba de la cama al restaurante, del restaurante a la cama, de la cama al spa, del spa al bosque surcado por caminos de tierra y del camino a la cama. Subimos, bajamos, nos arropamos, nos destapamos. Nos adentramos en un paraíso efímero, blanco, desconocido, perdido, a 700 kilómetros de nuestros hogares. Nos sentíamos libres, maduros, solos, adultos e increíblemente felices. 

domingo, 12 de enero de 2014

Desde Roma con Amor - VI

La Navidad avanzaba con paso firme, contemplando el ir y venir de las vacaciones, las quedadas, el papel de regalo, la lluvia y la fría luna. Pasó por mi casa sin un solo árbol con su guirnalda, sus bolas, sus papás noeles y renos. Ni tan siquiera un belén con cagané. Pero lo que si hubo fueron regalos, para no perder la costumbre ni el poco espíritu navideño que se colaba por debajo de la puerta. Mientras tanto, Izan y yo nos comíamos a besos por teléfono y rellenábamos con palabras bonitas centenares de mensajes. Si había algo que había cambiado el ambiente navideño de Madrid era nuestro entusiasmo y ganas de pasar nuestra primera Navidad juntos, aunque no tanto como nos hubiese gustado. 

El último día del año llegó y, con él, la tradicional y recomendada lista de las buenas acciones para compensar los abusos de los 364 días anteriores. Un ajuste de cuentas con el karma que plasmé en un post-it custodiado por mi cartera: Dejar de decir tacos, intentar ser un poco menos nerviosa, convertirme en una férrea ahorradora, aprobarlas todas y, la última y la más importante con diferencia, hacer de Izan el hombre más feliz sobre la faz de la Tierra. Sin duda, era el mejor cometido que podía afrontar, el más satisfactorio y divertido. Los demás los intenté con mayor o menor ahínco; si los logré o no, es otra historia que no viene al caso.

Según iba cayendo la noche, mis ganas de música y mi sed de gintonics iban en aumento. Puse la radio a todo volumen para ir sintonizando con las canciones que sonarían un poco más tarde, para entrar en el vestido a tono. Después de una larga y relajante ducha, saqué del armario el vestido de seda rosa y caída negra en falda de tubo que me había comprado unas cuantas tardes atrás con mi tío. Cuando me vio salir del probador con él le pareció un poco soso, hasta que me di la vuelta y vio mi espalda al aire en forma de media luna coronada por cuatro botones dorados y una sugerente cremallera en la parte baja de mi espalda, del mismo tono. Salí de la tienda una sola bolsa, pues no necesitaba nada más. El resto ya lo tenía en casa: los botines negros heredados de mi madre, un par de perlas en las orejas y la pulsera de mi amigo invisible en la muñeca derecha. Una larga raya rasgada en mis párpados, rimmel, colorete, un suave tono rosado en los labios, mucha colonia y un par de pasadas de plancha por el pelo.

De la fiesta poco recuerdo, salvo el olor a alcohol impregnado en aquél pequeño bar cercano a Argüelles Muchas caras conocidas, casi todas, y una larga espera en la barra pidiendo rondas de chupitos y cubatas con el alcohol que les quedara, cualquiera que fuese. Lo que sí recuerdo perfectamente fue el final de la fiesta. Un par de amigos me acompañaron hasta el metro, donde me esperaba Izan, rodeado de los suyos. Tras pasear por las calles alborotadas de Madrid regresamos a mi barrio. Era el momento de presentárselo a los demás. En la churrería de siempre, tras unos cuantos besos en la mejilla y un par de sorbos a un vaso de chocolate, nuestros labios se cruzaron fervientemente, ansiosos, deseosos, embriagados por el alcohol y sedientos por el ardor del chocolate. Cerramos el año con la puerta de los baños y saludamos al nuevo año siendo uno. 

miércoles, 8 de enero de 2014

Desde Roma con Amor - V

Hablábamos todos los días y quedábamos todas las semanas, al menos un día. Jamás me había sentido tan feliz, tan libre, tan yo. Me hacía sentir tan a gusto conmigo misma que necesitaba estar con él a todas horas. Cuando no era así, sentía que me faltaba algo, una pequeña e incómoda parte de mí que no me dejaba tranquila, y algo en mi interior me decía que a él le pasaba exactamente lo mismo. Salíamos por Madrid a tomar algo, a calentar el invierno juntos, a cenar, a encender las luces de la ciudad, a despertarla con nuestras risas. Salíamos a comer y beber, salíamos por salir, por estar juntos. Al Starbucks, a aquella terraza en la Plaza de Santa Ana, al Vips, al Ginos, al Rincón de Extremadura, al Retiro, al Parque del Capricho, al T.G.I. Fridays, al Foster’s Hollywood, a su casa, a la mía, al restaurante chino, a Los Amigos, a la Risueña, al 100 Montaditos. Nunca antes me había divertido tanto.  

Recuerdo perfectamente el 25 de Diciembre que quedamos para ir al cine. La nueva de Misión Imposible, una de tantas películas que a ambos nos gustaban. Todo un lujo era compartir los mismos gustos en cuanto cine, videojuegos, comida y bebida. Había tantos lazos que nos unían y cada vez íbamos creando más y apretándolos fuerte contra nosotros. Mientras la cola avanzaba lentamente, nos abrazábamos y nos contábamos cositas de nuestro día a día. Me encanta recordar la cara que puso cuando, a punto de entrar a la sala de los cines de Callao, le dije que tenía una sorpresita para él. Yo también me dijo él y nuestras sonrisas se cruzaron furtivamente. Las sorpresas: un spa por mi parte, y una preciosa pulsera por la suya. Me quedé boquiabierta cuando a la salida del cine me la enseñó y la abrochó en torno a mi pequeña muñeca. Brillante, reluciente como mis ojos cada vez que le miraba.

Días más tarde, fuimos al spa y le vi disfrutar como a un niño. Se sentía como pez en el agua y, pasada la vergüenza inicial por vernos semi-desnudos y con esos ridículos gorros de baño, nos sumergimos en todas las piscinas de hidromasaje, nos ahogamos en la sauna y pasamos un rato muy agradable jugando en las camas de agua. 


martes, 7 de enero de 2014

Desde Roma con Amor - IV

¿Cómo era su voz?, ¿cuál era el perfume que emanaba de su cuello?, ¿cómo eran sus manos? y otros tantos cómos y cuáles me preguntaba con cada paso que él daba hacia mí. Poco a poco los fui respondiendo, sin mucho esfuerzo, pues afortunadamente él había secuestrado el gato que se había comido mi lengua. Anduvimos por la Gran Vía, Hortaleza, Fuencarral, callejuelas próximas a Malasaña sin rumbo fijo, como cuerpos errantes a la deriva de una noche fría pero tranquila. Él hablaba y hablaba y yo reía de vez en cuando, le miraba y me ruborizaba. Pensaba estar quedando como una idiota sin tema de conversación, pero lo cierto es que me gustaba escucharle, dejarle compartir su vida conmigo. 

Reemprendimos el rumbo al lugar de nuestra cita, pero antes de llegar a Colors nos paramos en la plaza San Martín, al refugio de un banco de piedra donde seguimos contándonos nuestras vidas, conociéndonos un poquito mejor, disfrutando de la compañía del otro. Nuestros hombros juntos, acariciándose; nuestras manos jugando sobre las piernas, inquietas, traviesas; nuestros ojos perdidos en el horizonte, en la gente, en la calle; nuestros labios, deseando rozarse. Y, sin darme cuenta, me encontré de pie, entre sus brazos, besándole tímidamente, despacio, avergonzada y nerviosa, con una sonrisa de idiota en la cara. Entonces él me agarró de la mano cogiéndome por sorpresa, una grata y satisfactoria sorpresa, y yo me dejé llevar aferrada a sus dedos, disfrutando de aquella noche construida para nosotros y de la suavidad de la palma de sus manos. 

Unos pasos más tarde entramos en Colors, un pub en el que yo ya había estado, pero que me pareció un lugar totalmente diferente aquella noche. Nos acomodamos en un sofá negro aterciopelado, resguardados tras una mesa coronada por una gran cachimba de sabor manzana y un par de cócteles de colores neón. Y nos dejamos llevar. Pasaron las horas acurrucadas entre besos, caricias, risas y charlas alegres y divertidas, de esas que sólo se tienen con alguien a quien conoces de toda la vida, o casi. Me sentía como si llevase meses saliendo con él y al mismo tiempo notaba las mariposas revoloteando en mi estómago, típicas de la primera vez. Podía sentir que él pensaba lo mismo que yo. Habíamos conectado desde el primer mensaje que nos enviamos, pero allí encajamos como las dos únicas piezas de un puzzle inmenso. 

Cuatro horas más tarde abandonamos aquél lugar para vagar por las calles de Madrid. Nos dejamos llevar por Ópera. Me invitó a una hamburguesa que devoré sin que él probara bocado y más tarde caminamos de nuevo hasta Callao. Ninguno de los dos queríamos hacerlo, pero nos despedimos. Un largo, profundo y tierno beso, acompañado de un cálido abrazo y la promesa de volver a vernos muy pronto. La miel en los labios, el corazón encogido y  el estómago dolorido por culpa de las mariposas. Aquella noche me di cuenta de que mi vida acababa de cambiar por completo. 

lunes, 6 de enero de 2014

Desde Roma con Amor - III

Tristeza, desatino y decepción, una profunda e incomprensible decepción que había encontrado un refugio acolchado entre mis pensamientos. Y, a partir de entonces, los millones de preguntas que entraban descaradamente sin llamar, de día, de noche, a la hora de la siesta o del desayuno. Un sinfín de por qués adornados con interrogaciones, seguidos de constantes vistazos a los mensajes que nos habíamos mandado y nos seguíamos mandando. Sus dulces palabras se enfrentaban fervientemente con sus actos, pues su manera de dirigirse a mí, de alabarme, de complacerme, se contradecía con su negativa a querer verme. Todo me parecían burdas excusas, mentiras piadosas cuyo fin no llegaba a comprender.

Pasaron las semanas por el calendario con sus siete perezosos días, aguantando la respiración al caer la noche, a la espera de una nueva respuesta. Otra oportunidad decían a gritos mis palabras entre líneas. Un miedo al rechazo que nunca me habían presentado se convirtió en mi fiel confesor. Medía las palabras con cuentagotas, escrutaba cada respuesta y releía una vez tras otra los mensajes que nos mandábamos, a la espera de encontrar la pista perdida que demostrase que me estaba equivocando. ¿Jugaba conmigo? No quería ni pensarlo. Sólo quería enredarme en sus brazos a toda costa. 

Tantas veces lo pensé y ninguna lo intenté. Miraba una vez tras otra todas las fotos de su perfil. Me embobaba mientras las horas corrían ajenas a mis vueltas en la cama, pero seguía sin atreverme. No podía volver a leer un no por respuesta, pues me veía incapaz de conformarme con él. No obstante, sabía que quien no arriesga no gana y que poco tenía que perder, no más que una intensa conversación continuada noche tras noche. Así que, tres semanas después, me olvidé de mi confesor, de mis dudas y de las incómodas preguntas sin responder y volví a pedírselo. Quedemos este fin de semana me apresuré a escribir, antes de embolarnos en otra conversación sobre  cualquier otro asunto. Y la respuesta provocó en mis labios la sonrisa más grande que el espejo me había visto en meses. 

Dos horas encerrada en el baño, con los focos alumbrando la cara de una actriz nominada a los Oscar. Llevaba una semana planeándolo todo, imaginando como sería el encuentro. Mis vaqueros favoritos, una camisola color perla y una chaquetilla de lana, escondidas bajo mi gran gabardina negra y un pañuelo de satén con dibujos y formas emulando Las Mil y Una Noches. El pelo alisado, las uñas azul eléctrico, la raya dibujada en mis ojos y rimmel, todo el rimmel que mis pestañas fueran capaces de soportar. Jean Paul Gaultier en el cuello, muñecas y lóbulos de mis pequeñas orejas. Un caramelo de fresa para saborear en el metro de camino a Sol y el toque final: mi búho dorado colgando del cuello. Me metí de un salto en las botas, cogí el bolso y desaparecí por la puerta a toda prisa. Recuerdo mirar constantemente el móvil, atenta a la hora, al whatsapp, o cualquier aplicación que pudiese emitir una notificación. Repasé la vaselina de mis labios, hice desaparecer el poco caramelo que quedaba y me despedí de mi seguridad y mi energía arrolladora. Subí los últimos peldaños de las escaleras y me coloqué frente al pez de Sol. Diez minutos más tarde, una tremenda sonrisa se dibujó en una barba dorada.

domingo, 5 de enero de 2014

Desde Roma con Amor - II

Pasaron algunos días con sus noches, rápidos, despiertos, coquetos, repletos de palabras bonitas, zalameras.  Recuerdo vívidamente el momento en que recibí su petición de amistad. Una sonrisilla tonta que no pude reprimir acudió a mis labios nerviosos, entreabiertos y contentos. Él había movido la primera ficha; era mi turno. Tras largas sesiones deslizando el ratón por su perfil, encontré algo que me dejó boquiabierta e incrementó tanto mi interés que no dudé un solo segundo en crearme una cuenta en una nueva red social sólo para poder comentar aquellas maravillosas fotos. Paisajes del norte, carreteras sinuosas perdidas entre los altos árboles, retratos de caras desnudas ante la cámara. Verdes, grises, azules, morados, componían cuadros bellísimos y tan reales como lo que estaba empezando a sentir dentro de mí. 

Cosquilleo, emoción, nerviosismo e impaciencia cuando se demoraba más de lo necesario la respuesta al último mensaje. Hablábamos de nosotros, de lo que nos gustaba y lo que no, de lo que nos gustaría llegar a ser y lo que hasta entonces habíamos conseguido. A cada mensaje me parecía estar descubriendo un tesoro mayor. Sentía desenterrar con las yemas de mis dedos un increíble mundo desconocido encerrado en una sola persona. Jamás pensé conocer a alguien tan joven y tan interesante, como esos personajes esculpidos por un guionista para una ficción hollywoodiense. Y además, si todo lo que estaba mostrándome lo hacía a través de unas palabras tecleadas sobre una pantalla, ¿qué me enseñaría directamente a través de sus labios, sus manos o incluso sus ojos? Era asombrosa su forma de pensar, de ver el mundo. Tras haber hablado con él, sentía como si hubiese estado toda mi vida en una pequeña jaula de hierro de la que sólo él tenía la llave. Me había sacado de mi burbuja para enseñarme cuan equivocada estaba al respecto de mis propias convicciones. Me había enseñado a volar.

Y así, alzando mis alas, batiendo el aire con ellas, me lancé y le pedí volver a vernos, solos los dos. Una cita con el destino, con la magia, con un lugar plagado de mariposas. Quería volver a escuchar su voz tranquila, profunda, grave, tan reconfortante. Quería memorizar el olor de su cuello, disfrutar de la textura de su pelo y guardar en lo más profundo de mí el sabor de sus suaves labios. Tenía que conocer el tacto de sus manos sobre las mías. Madrid de noche con él no sería la misma. Ardía en deseos de comprobar cómo de diferente podía llegar a ser eso que llamamos mundo si lo pisaba junto a él. Necesitaba hacerle reír hasta dolerle, dejarle un sendero de miguitas hasta mi casa. Sabía que nos comeríamos la noche y nos desayunaríamos el día, y sabía que todo eso iba a ser muy fácil. Nosotros seríamos la aguja del pajar, una diminuta mota de polvo en el firmamento que encontraría su sitio. Sí, sabía todo eso desde que empezamos a hablar, pero lo que jamás habría imaginado fue su respuesta a mi petición de vernos: No.

sábado, 4 de enero de 2014

Desde Roma con Amor - I

Un día 7 rodeado en el calendario, muy avanzado, cálido, tranquilo, tocando a su fin. El sol hacía ya rato que se había puesto. Una brisa calmada se deslizaba por los recovecos de la ciudad y me hacía compañía mientras esperaba apoyada contra la marquesina de una parada desconocida. Sobre mi cabeza un sinfín de bombillas que, alineadas a los lados de la carretera, se preparaban para dar forma a la noche. Entretanto, las manecillas del reloj seguían su recorrido incesantes, y mi constante consulta de la hora no hacía otra cosa que ponerme nerviosa, revolverme en mi improvisado asiento y dejarme las manos húmedas y temblorosas. Al rato, por fin una novedad: dos caras conocidas y una nueva. Saludos, presentaciones, algún que otro comentario en el aire y de nuevo a esperar, pero no allí. Cruzamos unas pocas calles, doblamos algunas esquinas y enfilamos hacia un portal reluciente, con una gran puerta de hierro. Tal vez, si hubiese sabido lo que me esperaría al otro lado de esa simple puerta, me habría abalanzado sobre ella sin esperar a los demás; habría averiguado el modo de encontrarla y cruzar los pasillos de aquél portal para darme de bruces con mi destino. Pero no lo sabía, y no lo supe hasta mucho después.

Un timbrazo, una voz suave y agradable al otro lado del telefonillo y una puerta abierta. Unos pasos más tarde, subíamos en un ascensor un tanto incómodo. Miradas de complicidad se cruzaban con mis ojos mientras yo me preguntaba qué hacía ahí. Llegamos a un piso cuyo número no soy capaz de recordar, a una puerta cuya letra he olvidado, pero que guardaba unas caras que ahora puedo reconocer perfectamente, una en especial. Más saludos, más besos, palabras amables, alguna que otra risilla de complicidad, completos desconocidos abriéndonos las puertas de su casa y entre todos ellos, dos ojos que se grabaron a fuego en mi retina. De entre todos ellos, altos, bajos, gordos, flacos, hubo dos soles negros, de esos que sólo pueden existir en una galaxia muy lejana que quizás nunca descubramos, que se llevaron toda mi atención y mi curiosidad mal disimulada bajo una capa de timidez y algún que otro rubor. Danzaban de un lado a otro del salón, parpadeaban con gracia, espiaban con disimulo y miraban con recelo, muy atentos y despiertos, asombrosamente observadores. Yo les seguía como podía, a escondidas, de reojo, tratando de no ser vista por el miedo al miedo, a la vergüenza, al no saber responder. 

Así pasaba sosegada la noche. La luna cerniéndose sobre nuestras cabezas mientras nosotros cenábamos y bebíamos, envueltos en risas, comentarios y bromas de una pandilla de amigos que acababa de adoptar a un par de caras desconocidas. Algunos se levantaban y danzaban por habitaciones que de sobra conocían. Yo apenas me moví; clavada en el sofá, entre las dos únicas caras conocidas, escuchaba desde la distancia la conversación de los pocos que se habían rezagado en el salón. De tantas que cosas hablaron nada recuerdo, salvo una pregunta cuya respuesta torció las comisuras de mis labios en una diminuta, privada y reservada sonrisa: “¿Qué tal con Ana?” dijo ella, a lo que los avispados ojos negros respondieron entrecerrados que lo habían dejado. Y esos ojos tenían un nombre que podría escribir en el cielo con los míos cerrados: Izan.

viernes, 3 de enero de 2014

Back to Black

Con delirios de grandeza se pasea tambaleante por las aceras empedradas, desubicada, medio perdida y semiconsciente, pero con una gran sonrisa nostálgica que se expande de oreja a oreja surcando dos amplias arrugas a los lados de sus labios. Últimamente viaja tanto que ya no sabe ni donde se despierta y su humor ha adquirido la excelente capacidad camaleónica de adaptarse sin problemas al clima de su nuevo destino. 

Así, sin paraguas con el que esconderse del mundo, se deja empapar tranquilamente por la lluvia que, sin ningún miramiento, le acribilla hasta calarle los huesos, la compra y las ideas. Con recuerdos mojados y una interminable lista de tareas pendientes, se encierra entre sus acogedoras cuatro paredes mal pintadas, a aporrear con las yemas de sus dedos las teclas de un obsoleto portátil hasta que cae rendida sobre la cama, con un nuevo sueño por cumplir y un día menos para lograrlo.