lunes, 27 de enero de 2014

Desde Roma con Amor - XIII

Del otoño pasamos al invierno en un suspiro helado que dibujó un halo de vaho pálido, débil, apenas perceptible, pero helado y latente. Al volver de París, Izan me aseguró que nuestro aniversario no se había acabado, que no había motivos aún por terminar de celebrar los fantásticos doce meses que habíamos pasado juntos. Así que, pasado un mes, cuando realmente cumplimos doce meses de amor inolvidables, me sacó de casa con una gran sonrisa de oreja a oreja y me llevó de paseo por Madrid, recorriendo los mismos lugares en los que habíamos deambulado un año antes, en un intento desesperado por conocernos el uno al otro. Así es como acabamos de nuevo en Colors. Una cachimba y un par de cócteles nos acompañaron durante un buen rato, mientras nos dejábamos llevar por una mezcla entre los recuerdos y el presente. Nos sentíamos tan bien en aquél pequeño rincón que no nos habríamos movido de ahí en toda la noche si no fuese porque Izan me tenía reservado algo más fuera de aquél lugar. 

Atravesamos con paso distraído la calle del Arenal, dejando a nuestras espaldas Opera y nos adentramos en Sol. Octubre recibía aún muchos visitantes, tanto locales como extranjeros, pese a que el frío ya podía sentirse más vívidamente. Unos cuantos pasos más adelante alcanzamos La Risueña, donde disfrutamos de cinco botellines de burbujitas doradas cayendo en picado por nuestras gargantas. Mis ojos, a cada trago más achispados, no podían dejar de mirar los suaves labios de Izan, humedecidos por la cerveza con la que estábamos brindando. El bullicio del bar camuflaba nuestros deseos, susurrados al oído con mucha delicadeza para esconderlos de los vecinos distraídos. Cuando dimos el último trago, nos alejamos tranquilamente del ruido de los botellines chocando en el aire y subimos por Huertas, de camino hacia Sevilla.

Sin darme cuenta, me encontré frente a un restaurante totalmente desconocido para mí, en pleno corazón de Madrid, rodeado por unas cuantas mesas y sillas de una terraza desierta y gobernada por una serie de luces y focos de distintas tonalidades e intensidades, jugando con las sombras del interior y los colores de las paredes. Nos sentamos en una mesita al lado de un gran cristal que nos dejaba cotillear los andares de los caminantes, a la espera de que el camarero nos atendiera. A los pocos minutos, nos encontramos brindando con un par de copas de champagne a la suave luz de una vela, degustando una fondue de queso y una ensalada. Devorábamos la comida como más tarde nos devoraríamos el uno al otro. Una copa de tinto para él, vino blanco para mí, y un par de chuletones para cada uno pusieron fin a esa magnífica cena a la que me había invitado el amor de mi vida.  Salimos del restaurante abrazados, tan cariñosos como de costumbre, pero no sabría decir si estábamos embriagados de amor o del suave alcohol que habíamos degustado durante toda la tarde y parte de la noche. Lo que sí sabía era lo que vendría justo después. 

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