domingo, 5 de enero de 2014

Desde Roma con Amor - II

Pasaron algunos días con sus noches, rápidos, despiertos, coquetos, repletos de palabras bonitas, zalameras.  Recuerdo vívidamente el momento en que recibí su petición de amistad. Una sonrisilla tonta que no pude reprimir acudió a mis labios nerviosos, entreabiertos y contentos. Él había movido la primera ficha; era mi turno. Tras largas sesiones deslizando el ratón por su perfil, encontré algo que me dejó boquiabierta e incrementó tanto mi interés que no dudé un solo segundo en crearme una cuenta en una nueva red social sólo para poder comentar aquellas maravillosas fotos. Paisajes del norte, carreteras sinuosas perdidas entre los altos árboles, retratos de caras desnudas ante la cámara. Verdes, grises, azules, morados, componían cuadros bellísimos y tan reales como lo que estaba empezando a sentir dentro de mí. 

Cosquilleo, emoción, nerviosismo e impaciencia cuando se demoraba más de lo necesario la respuesta al último mensaje. Hablábamos de nosotros, de lo que nos gustaba y lo que no, de lo que nos gustaría llegar a ser y lo que hasta entonces habíamos conseguido. A cada mensaje me parecía estar descubriendo un tesoro mayor. Sentía desenterrar con las yemas de mis dedos un increíble mundo desconocido encerrado en una sola persona. Jamás pensé conocer a alguien tan joven y tan interesante, como esos personajes esculpidos por un guionista para una ficción hollywoodiense. Y además, si todo lo que estaba mostrándome lo hacía a través de unas palabras tecleadas sobre una pantalla, ¿qué me enseñaría directamente a través de sus labios, sus manos o incluso sus ojos? Era asombrosa su forma de pensar, de ver el mundo. Tras haber hablado con él, sentía como si hubiese estado toda mi vida en una pequeña jaula de hierro de la que sólo él tenía la llave. Me había sacado de mi burbuja para enseñarme cuan equivocada estaba al respecto de mis propias convicciones. Me había enseñado a volar.

Y así, alzando mis alas, batiendo el aire con ellas, me lancé y le pedí volver a vernos, solos los dos. Una cita con el destino, con la magia, con un lugar plagado de mariposas. Quería volver a escuchar su voz tranquila, profunda, grave, tan reconfortante. Quería memorizar el olor de su cuello, disfrutar de la textura de su pelo y guardar en lo más profundo de mí el sabor de sus suaves labios. Tenía que conocer el tacto de sus manos sobre las mías. Madrid de noche con él no sería la misma. Ardía en deseos de comprobar cómo de diferente podía llegar a ser eso que llamamos mundo si lo pisaba junto a él. Necesitaba hacerle reír hasta dolerle, dejarle un sendero de miguitas hasta mi casa. Sabía que nos comeríamos la noche y nos desayunaríamos el día, y sabía que todo eso iba a ser muy fácil. Nosotros seríamos la aguja del pajar, una diminuta mota de polvo en el firmamento que encontraría su sitio. Sí, sabía todo eso desde que empezamos a hablar, pero lo que jamás habría imaginado fue su respuesta a mi petición de vernos: No.

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